JOSE LUIS MAULIN PRATTO LE CONTO A PAGINA/12 SOBRE LA
BUSQUEDA Y EL REENCUENTRO CON SU FAMILIA
“Pude rearmar la historia que me robaron”
El nieto 120 relató detalles de la vida con su apropiadora,
tras ser arrebatado a su madre durante la dictadura, y cómo sus padres y su
hermana lo buscaron. “Me falta el nombre”, dijo sobre la lucha que aún mantiene
para recuperar su apellido biológico.
El documento nacional de identidad de José Luis miente. Él,
un hombre de 39 años, lo sabe desde hace siete, cuando un análisis de ADN le
contó la verdad que corría por sus venas: en un 99,99 por ciento era compatible
con el de Rubén Maulín y Luisa Pratto, sobrevivientes del terrorismo de Estado
que en la ciudad santafesina de Reconquista arrasó como en el resto del país durante
la última dictadura militar; de Cecilia Góngora, quien figura en los registros
oficiales como su madre, y José Ángel Segretín, el dueño del apellido
mentiroso, ni rastros. Desde ese análisis, José Luis reclama al Estado la
restitución de su identidad, lo que está en pleno debate oral y público. “La
identidad es el basamento que explica por qué uno es como es, por qué uno sueña
determinados sueños, por qué decide concretarlos de tal o cual manera. No
tenerla o tener una falsa es construir castillos en el aire, siendo alguien que
en realidad no existe. Como me pasó a mí, que aún me llamo fulano, pero soy
mengano”, dijo a Página/12 después de que Abuelas de Plaza de Mayo lo
reconociera como el nieto 120.
Algo de esa evaluación pudo realizar José Luis el jueves
pasado ante el Tribunal Oral Federal de Santa Fe en el juicio por su
apropiación. Ese día declaró, ante sus padres, querellantes en la causa, y su
apropiadora, una de las dos acusadas. .
–¿Qué significó poder dar testimonio en el juicio que evalúa
el robo de su identidad?
–Fue todo lo que esperaba. Estaba bastante ansioso por
poder, por fin, declarar. Fue bastante emotiva la situación. Sentí una
sensación de descarga total. Hacía tiempo que venía esperando el inicio del
juicio y el pedido de que por favor cuanto antes se me restituyera la
identidad. Pasaron ocho años, Los tiempos de la Justicia no son los nuestros.
Incluso murió uno de los acusados. (Danilo) Sambuelli (era jefe del centro
clandestino que operó en la III Brigada de Reconquista y murió en diciembre de
2014 cumpliendo una condena por los delitos de lesa humanidad cometidos allí)
era para mí partícipe sumamente necesario en mi apropiación. Era quien
administraba la justicia y el orden, el amo y señor de la ciudad de Reconquista
durante la última dictadura. Él y la obstetra (Elsa Nasatsky de Martino, quien
firmó el certificado de nacimiento) son responsables del aprovechamiento que
mis apropiadores hicieron de la situación que padecían mis padres por ser
víctimas del terrorismo de Estado como Góngora y Segretín. Patear en el suelo a
alguien es a veces peor que aquel que provocó la caída. Mi familia estaba
devastada y acá hubo un aprovechamiento que es tan delictivo como el secuestro
y las torturas.
–¿Que su apropiadora haya escuchado su testimonio volvió más
especial al momento? ¿Le generó dolor? ¿Lo atemorizó de alguna manera?
–No fue fácil ni fue gustoso para mí que ella estuviera
sentada como acusada. En lo personal, no necesito una condena para ella, me
basta con que esté ahí, con que me haya escuchado. Porque yo tenía la
posibilidad de que la retiraran de la sala durante mi declaración, pero me era
necesario que escuchara lo que tenía para decir, que supiera de mi boca lo que
provocó en mí, que al momento de ser condenada, si resultara así el final del
juicio, supiese de mi parte por qué recibe esa condena. Necesitaba que supiera
el daño que me provocó, la pérdida que me provocó, lo que me robó, lo que se
llevó y no le correspondía.
–¿Qué le robó? ¿Qué se llevó?
–Mi historia.
- - -
Lo que su documento de identidad no reconoce, José Luis lo
reivindica desde el lenguaje: llama “viejos, vieja, viejo” a Luisa Pratto y
Rubén Maulín, y “apropiadora” a Góngora. A los 11 años, su apropiadora le
confesó que no era hijo biológico de ella. “Bajo la promesa de que me llevara
el secreto a la tumba”, cuenta. La versión lo presentaba como el resultado de
una relación extramatrimonial de Segretín, fallecido en 1986. Lo que hasta
entonces no sabía era que había una mujer y un hombre en Reconquista que lo
estaban buscando como su propio hijo.
“Mi mamá se acercó a mi apropiadora, incluso antes de que mi
papá saliera en libertad, pero mi apropiadora la amenazaba con que la iba a
hacer meter presa y mi vieja le tenía un terror espantoso a los policías después
de las torturas y todo lo que había pasado”, reconstruye José Luis algo de lo
que sus padres sufrieron. En octubre de 1976, una patota de la III Brigada Área
de Reconquista sorprendió al matrimonio de Luisa y Rubén en su departamento.
Estaban allí con la mamá de Rubén y los dos hijos bebés de la pareja, Walter y
Gisella. A Rubén y a su madre los secuestraron. Días más tarde también se
llevarían a Griselda, la hermana menor de Luisa, que había viajado para
ayudarla con los nenes. Luisa estaba embarazada de cuatro meses, lo cual no
evitó las visitas violentas periódicas de la patota: durante meses la violaron,
torturaron y amenazaron frente a sus hijos. Cuando llegó el momento, la
llevaron a parir a José Luis al sanatorio privado local, donde la registraron
con el nombre de quien le iba a robar a su hijo durante los siguientes 30 años.
Cuando Rubén salió en libertad, en 1982, comenzaron a
reclamar a la Justicia por la recuperación de su hijo: tenían el nombre de la
apropiadora. “Les llegaron a decir que la causa ya habían prescrito porque
había pasado mucho tiempo y en organismos de gobierno les decían que si ellos
sabían donde yo estaba y sabían quién era yo y quién me tenía, tenían que ir y
buscarme. Entonces, volvían a intentar con mi apropiadora, pero ella los corría
siempre. les llegó a decir que si seguían intentando, yo me iba a suicidar”.
Para la misma época en que José Luis supo que no era hijo de
Góngora, también recibió los primeros datos respecto de esa familia que lo
“quería llevar”. “Mi apropiadora me decía que me querían llevar, que eran malos
y yo tenía terror. Sufrí toda una manipulación. Me decía que el marido era un
terrorista, que había estado preso, que era un terrorista, que ponía bombas en
colectivos. Así que por lo que me contaba ella yo no quería saber nada con mi
mamá”, relató a este diario.
–¿Nunca dudó de lo que Góngora le contaba?
–No, hasta que se acercó mi hermana. Ella sembró la gran
semilla de la duda en mí, aquella patriada que se mandó fue muy importante para
mí.
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Gisella es un año más grande que él y se crió buscándolo.
Tras recuperar su libertad, su abuela paterna se la llevaba a buscarlo por las
calles. José Luis reconstruyó: “La agarraba a ella y a mi prima y me buscaban,
me vigilaban, me espiaban. Gisella tenía una noción desde pequeña de mí, de lo
que pasaba conmigo, que después fue completando. Para cuando se acercó, llevaba
años extrañándome.”
Cuando su hermana mayor lo encontró, ambos compartían
escuela secundaria. Él tenía 13 años y ella, 14, y se mandó sola, según le
contaron décadas después a José Luis. Ella había escuchado en la casa, en
conversaciones entre Rubén y su esposa –está separado de Luisa– el nombre de su
hermano: José Luis Segretín. Luego, lo escuchó en el colegio. Y empezó a
rastrearlo.
Lo que él recuerda de manera “muy fresca”, lo que a él le
quedó “grabado para siempre”, fue el encuentro fugaz: “Fue en un recreo. Me
tocó el hombro. No se presentó. Solo me dijo si podía hablar un ratito conmigo.
Yo la vi muy parecida a mí, me di cuenta instantáneamente quién era y le dije
que no, con mucho miedo. Se puso muy mal, se dio vuelta y se fue”. Por esa
“patriada” de su hermana, José Luis se enteró del apellido de su familia
biológica paterna: Maulín.
–¿No se volvió a acercar a ella?
–No. Yo conté eso en mi casa y al otro día fue mi
apropiadora a hablar con los directivos de la escuela, quienes maltrataron
bastante a mi hermana, la acusaron de acosarme. Yo tenía miedo de que me
secuestraran, así que mi apropiadora me propuso llevarme a Buenos Aires por un
tiempo. Ella sabía cómo manejar los tiempos de la situación, con lo cual a mí
me queda claro que ya había pasado otra vez: que nos buscaban, nos escapábamos
para que mis familiares perdieran el rastro, desistieran y entonces volvíamos.
Y así sucedió. Volví a fin de año a la escuela, pero mi hermana había sufrido
mucho por esto y terminó abandonando.
Pasó el tiempo, pasó la adolescencia, pero José Luis siguió
pensando siempre. “Me preguntaba por el parecido con esa chica, me preguntaba
sobre el por qué del abandono de mi madre, pero la duda de a poco le fue
ganando al miedo”. El click definitivo llegó en 2008, cuando Góngora le volvió
a contar que “esa gente” había vuelto a la carga. “Pero lo más fuerte fue lo de
la radio”, recordó.
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José Luis ya tenía 31 años, una pareja, dos hijas. Entonces,
el juicio a los represores de Reconquista estaba en un momento clave (ver
aparte). “Mónica, mi pareja, tenía una cuñada que era productora de un programa
de radio y a propósito del juicio, le hizo una entrevista a mi mamá, que era
testigo. Mi mamá le comentó que estaba buscando a su hijo, le dio todos los
detalles y características y a esta chica le pareció muy familiar. Le pidió a
mi mamá si sabía cómo se llamaba el chico que buscaba y mi mamá dudó, pero se
lo dio. Cerraba por todos lados, era yo”, recordó.
El tema sorprendió a todos en su familia política, que ni
siquiera sabía la mentira que Góngora sostuvo hasta la última vez que lo vio:
que José Luis es hijo de Segretín con otra mujer.
–¿Por qué aquella vez fue diferente al resto?
–Yo seguía teniendo miedo. No a que me llevaran, porque ya
tenía 31 años, dos hijos... ¿Adónde me iban a llevar? Pero estaba enterado de
las consecuencias de la situación. Hablé con Góngora y le conté que había decidido
a escucharlos. Creía que me debían una explicación. No estaba enojado, pero en
mí estaba la idea del abandono. Iba a decirles que me dejaran en paz. Conseguí
el número de teléfono de mi vieja. Llamé varias veces y cuando me atendían,
cortaba. Recién pude hacerlo en 2009, en el verano, con la ayuda de los
profesionales del programa de protección de testigos.
–¿Cómo fue el reencuentro?
–Primero me vi con mi vieja. Y me trajo muchísima paz. Al
fin podía escuchar esa parte de la historia: aquello que no quería, pero era
tan necesario. Las barbaridades por las que pasaron ella, mi viejo, mis
hermanos, mi abuela. No es fácil escuchar a tus seres cercanos, a tu familia,
contar sus experiencias en torturas y secuestros. Fue tremendo para mí. Pero
desde ese primer encuentro surgió todo. En marzo me encontré con los dos (Luisa
y Rubén) y desde entonces el vínculo se fue haciendo más estrecho. Hoy, siento
que los conozco de toda la vida.
En abril se sometieron los tres a la prueba de ADN y en mayo
llegaron los resultados. Hasta entonces, José Luis tenía contacto con su
apropiadora: “El último día que la vi fue con el resultado de ADN en la mano.
Le pregunté si estaba segura de lo que ella me había contado siempre y repitió
su versión. Le dejé los resultados del análisis, le pedí que no me mienta más,
me fui y no volví más. Nunca se volvió a acercar, nunca se disculpó, nunca nada
más”.
–¿Le contaba algo sobre el terrorismo de Estado?
–En mi casa estaba prohibido hablar de política. Tal es así
que yo tenía una colección de revistas encuadernadas de Perón y Evita que un
buen día desapareció. Se la llevaron. De política y religión no se hablaba
abiertamente. Pero circulaban ciertos términos que yo escuchaba a escondidas:
en mi casa supe lo que era un submarino, lo que era una picana, lo que fueron
los vuelos de la muerte. Del secuestro y robo de bebés no se hablaba. A medida
que fui creciendo me fui enterando. Tuve profesores en el secundario que por
fuera del programa educativo nos hablaban de la última dictadura. Nunca pensé
que en Reconquista hubiera sido tan fuerte lo que pasó. La historia oficial acá
versaba sobre un pequeño puñado de detenidos políticos y ajusticiados. Se lo
contaba y veía así, estaba todo muy silenciado.
–¿Tenía postura tomada al respecto? ¿Qué pensó tras
enterarse de que es víctima de aquellos años de terror?
–En mi entorno siempre se justificaron los delitos de lesa
humanidad. ‘Si se los llevaron, era porque eran terroristas’, así se pensaba. Y
yo tenía mis dudas, más aún cuando fui estudiando. Pregonaba en mí la teoría de
los dos demonios: todos eran culpables y había inocentes en todos lados. Cuando
empiezo a interiorizarme más, sobre todo en la cuestión política, ahí empiezo a
tener una postura más humanista, aunque de todas maneras no me sentía
identificado con nada. Cuando me reencuentro con mis viejos, yo ya entendía las
cosas de otra manera. Nos encontramos y no estábamos tan lejos. Yo me
identifico con el peronismo. Tenemos nuestras diferencias, que las discutimos
como cualquier familia.
–No se sintieron extraños, entonces…
–Nos integramos increíblemente. Todo fluyó mucho. Me
encontré con un lugar vacío esperándome al que ni siquiera me tuve que amoldar.
En mi familia faltaba una pieza, y esa pieza era yo. Todos sabían de mí. Pero
hay una parte dolorosa, que es la ausencia durante décadas, el tiempo perdido.
Porque si la familia que me faltó hubiera sido una mala familia, todavía, pero
saber que perdí tanto tiempo de conocer a esta clase de gente, saber que perdí
de conocer familiares, que me perdí momentos, historias, son cosas que no voy a
recuperar nunca más. No solo momentos lindos: me hubiera gustado pasar momentos
difíciles con mis hermanos, incluso. Igual, sé que algo puedo recuperar, y que
todavía quedan mucho por compartir con ellos. Lo más importante a recuperar es
mi identidad.
–Le falta el cambio de apellido. “Quiero firmar como José
Luis Maulín”, dijo días atrás. ¿Qué significa la identidad para usted?
–Afortunadamente pude recuperar mi historia, lo que quedaba
de mi familia, rearmar de a racimos de relatos la historia que me robaron. Pero
me falta el nombre, la figura legal en la que se representa la identidad de una
persona. Y la identidad para mí es la base fundamental de una persona. No se
puede andar por la vida sin saber de dónde salió uno, sin saber de qué todo es
una parte. Es el basamento que explica por qué uno es como es, por qué uno
sueña determinados sueños, por qué decide concretarlos de tal o cual manera. No
tenerla o tener una falsa es construir castillos en el aire, siendo alguien que
en realidad no existe. Como me pasó a mí, que aún me llamo fulano, pero soy
mengano”.
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-303291-2016-07-03.html
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